Helen.


Si alguien tiene algún comentario que me escriba sin dudarlo. Admito todo tipo de críticas, incluso las atroces. Muchas gracias.

HELEN

Helen era una joven estudiante sueca que vino a España en un programa universitario para conocer el país y mejorar el idioma. El destino quiso que los dos, Julián y Helen, coincidiesen en la misma clase y llegasen a conocerse. Desde el primer momento en que aquella chica rubia y menuda apareció ante sus ojos, el muchacho sintió una punzada aguda en el corazón.

Helen entró diez minutos tarde en la clase, debido a que no lograba encontrar el aula correspondiente, y por ello la explicación, terriblemente aburrida, del profesor hubo de interrumpirse por un instante. Allí, sentado en su pupitre, Julián la observó cruzar ante la mesa del profesor, cargada con una mochila repleta de libros y una gruesa carpeta. Era realmente preciosa. Todo en aquella desconocida le resultó fascinante: su manera de andar; su cabello increíblemente rubio cayendo sobre los hombros que una original camiseta mostraba desnudos; un rostro de facciones redondeadas y suaves mostraba los ojos verdes más bonitos y expresivos que jamás había visto; los labios, sin pintar apenas, dibujaban una incesante sonrisa, y una indescriptible sensualidad. Julián no pudo evitar observar el cuerpo de la estudiante extranjera, absolutamente perplejo y casi paralizado por una sensación que nunca había experimentado. Bajo la singular camiseta de color azul claro se intuían, generosos, dos senos provocativos y abundantes, que se movieron ostensiblemente cuando la chica se sentó en una de las mesas de atrás; curiosamente, el único sitio libre era junto a Julián. Sintió muy cerca sus labios cuando Helen le susurró muy bajito, casi rozando su oído:

-Perdona, ¿es ésta la clase del profesor Gonzalo? -. El acento, inequívocamente nórdico, se mezclaba con una voz suave y dulce.

-Eh... -Julián estaba casi paralizado, mientras Helen esperaba una respuesta mirando al muchacho fijamente a los ojos; Julián no pudo con aquello, y bajó inconscientemente la mirada-. Sí -prosiguió Julián-, ésta es la clase...

Ella enseguida se percató del apuro de aquel chico, y no pudo evitar dibujar una leve sonrisa. Julián sintió la sangre agolparse en su rostro cuando la estudiante sueca se acomodó junto a él y al rebuscar en su mochila, que había dejado en el suelo, le rozó con su brazo; al girar la cabeza, casi temblando, la descubrió tratando de encontrar los bolígrafos en algún rincón de la desordenada mochila. No podía creerlo, pero debido a la posición en que Helen se encontraba, Julián logró verle los pechos durante un instante, aprovechando un fascinante hueco que la camiseta azul claro le proporcionó. Sólo fueron dos segundos, menos posiblemente, pero aquella delirante imagen se le clavó en la mente para siempre. Absolutamente libres, sin sujetador, los senos, grandes y voluptuosos, se mostraron ante el muchacho, y éste no fue capaz de retirar la mirada. Eran dos pechos redondeados, con el mismo tono de piel claro que el rostro de ella mostraba, que se mantenían erguidos y firmes pese a no ser pequeños; los pezones eran la guinda de un embriagador pastel, rosados y grandes, con la punta desconcertantemente erecta.

Cuando Julián reaccionó, descubrió aterrado la mirada de Helen sobre él.

-¿Qué miras? -le inquirió ella. A pesar de todo, su voz no se mostraba agresiva.

-Nada, no miro nada... -dijo Julián sin pensar. En esos momentos, deseó con todas sus fuerzas que la tierra se le tragase: ¡Helen le había descubierto mirándole los pechos!

Desde aquel accidentado día, Julián sintió que su vida ya no era la misma. Todos los días la veía, y ella se mostraba muy simpática con el muchacho. Bueno, en realidad, Helen era amable y agradable con toda la clase; tenía una grandísima personalidad, y su permanente sonrisa le granjeaba la simpatía de todos sus compañeros. Además, sus dificultades con el idioma, unidas a una incansable fuerza de voluntad por mejorarlo, la convirtieron en la alumna preferida de los profesores. Helen era, a fin de cuentas, una chica genial, divertida, y graciosa; a todo esto, sumaba un atractivo personal innegable. Sin embargo, los sentimientos de Julián no se detenían en la simpatía o el mero atractivo físico. Desde que la vio por primera vez, sintió algo muy especial, una sensación que ninguna chica, por hermosa que fuese, jamás le había producido. En su mente, al verla sentada en su mesa, se mezclaba la euforia incontenible, con la más amarga de las tristezas por parecerle una chica inaccesible.

Y así, las semanas fueron transcurriendo ineludibles, imparables, y Helen trataba, cada vez más, a Julián como a su mejor amigo en la Universidad. Día tras día, al entrar en el aula abarrotado de estudiantes, el muchacho la encontraba en su pupitre, y sentía cómo si alguien le estrujase el corazón. Un profundo amor bullía en su pecho, que a veces sentía a punto de estallar.

El tiempo pasó, y pasó, hasta que el fatídico momento se convirtió, al fin, en realidad: aquel viernes era el último día de clase. Después, ya no volvería a verla jamás.

Sentada, como siempre, junto a él, la última explicación tocaba a su fin; por una vez en toda su vida, Julián deseó que ésta se hiciese interminable, que fuese eterna. Pero, al final, un estruendo de pisadas, voces, y carpetas abriéndose y cerrándose invadió el ambiente. Helen recogió también sus cosas; Julián lo intentó pero estaba tan deprimido que apenas se movía. Entonces ella le miró, ya en pie, y le puso la mano sobre el hombro:

-Vamos Julián, anímate, ¡que ya se acabaron las clases! -dijo Helen sonriente.

Julián, sin levantarse, alzó cansinamente su mirada hacia la muchacha. La luz que se filtraba por una de las ventanas dibujaba la silueta casi etérea de su diva.

-Tengo que irme, Julián -prosiguió Helen, en tono cariñoso, casi maternal-. Has sido un amigo genial, me has ayudado mucho.

El muchacho la escuchaba consciente de que ella era su amor, su único amor. Entonces, Helen se agachó para colocarse a la misma altura que él. Y como signo de despedida, Helen le besó y Julián sintió los labios húmedos y dulces en su mejilla derecha, y después en la izquierda. Fueron dos besos de amistad por parte de ella, pero a Julián el alma se le resquebrajó al sentir su rostro junto al suyo, al percibir un perfume delicado y fresco, y al probar, aunque sólo fuese en las mejillas, lo que un beso de Helen significaba. Después ella se fue, y salió del aula con la misma mochila y carpeta que llevaba el primer día, dejando tras de sí a un hombre profundamente enamorado, con el corazón hecho pedazos.

Julián tenía la moral por los suelos. Se quedó allí, sentado en su pupitre, sin mover un músculo, tratando de no pensar. Al fin, una antipática limpiadora le echó de la clase, y tuvo que abandonar la Facultad.

Nunca debió hacerlo, pero no pudo evitar dirigirse, caminando, hacia la residencia de estudiantes en que Helen se alojaba. A decir verdad, ésta no era la primera vez que la espiaba, a pesar de que sólo llegaba a verla entrar en el portal. Después Helen desaparecía tras la puerta metálica del ascensor y ahí finalizaba todo. Su piso no daba a la calle, así que era imposible descubrir nada a través de una ventana por muchos medios técnicos que el espía tuviese en su poder. Y esta vez ni siquiera tenía la esperanza de verla entrar en el edificio, ya que hacía mucho tiempo que ella debía haber llegado. De todos modos, triste y con unas incontenibles ganas de llorar, Julián se escondió tras unos arbustos, sentándose sobre el césped de un pequeño parque, y clavó su mirada en la puerta de entrada al edificio. No era probable que Helen saliese, pues ya era tarde, pero al desconsolado muchacho poco le importaba ya lo que era probable o improbable.

Entonces lo vio. La visión más horrible que jamás hubiese podido imaginar se le apareció, cruel, ante Julián.

Un coche negro, descaradamente caro, aparcó habilidosamente frente al edificio. Inmediatamente después, un joven alto, muy bien vestido, salió del vehículo y llamó a alguno de los apartamentos desde el portero automático. Julián no podía escuchar lo que decía, pero era seguro que habló con alguien a través del portero. Después, el joven volvió junto al coche y se sentó en el capó, esperando.

Una punzada aguda y dolorosa le aguijoneó el pecho cuando Julián vio a Helen salir del edificio. Llevaba un elegante vestido negro, con zapatos de tacón a juego; la espalda se mostraba desnuda y una gargantilla dorada conducía la mirada hacia su pecho, donde un escote muy pronunciado insinuaba los generosos senos. Con el cabello recogido, Helen avanzó caminando hacia el joven del coche. Estaba preciosa, sencillamente irresistible. Pero no estaba sola...

Las lágrimas se deslizaron por el rostro de Julián, y sus labios comenzaron a temblar, nerviosos, cuando les vio abrazarse. Y se besaron, apasionadamente. Julián lo observaba todo, furtivamente, sin apenas parpadear. Helen abría su labios, y su lengua tibia se encontraba con la de su amante. Después de unos minutos en aquella situación entraron en el vehículo; el motor sonó, casi imperceptiblemente, y como si tratasen de prolongar el sufrimiento de Julián se alejaron muy despacio. A través de la oscura ventanilla, el atormentado muchacho descubrió a Helen radiante, en el asiento del copiloto.

Con mil ideas en la cabeza, Julián se incorporó del suelo y reapareció tras los arbustos que le sirvieron de escondite. Y comenzó a caminar por la acera, mirando únicamente al suelo, profundamente afectado. Pensó, casi delirante, en todo tipo de cosas, no todas bonitas. En su mente se estrellaba el sonido del lujoso automóvil con la lengua de Helen penetrando en la boca de aquel joven alto y atractivo. Al fin y al cabo, eso era innegable: aquel chico tenía, evidentemente, más dinero que él, y desde luego un físico mucho más agradable. Todas estas justificaciones, no le hicieron, ni mucho menos, sentirse mejor, al contrario. Cada minuto que pasaba, vagabundeando de formal irracional por las calles de la ciudad, no hacía otra cosa que martillearse el alma con los últimos acontecimientos vividos. Para él, Helen era más que una diosa inaccesible, era intocable. Pero aquel otro chico, tenía el derecho más supremo, y lo ejercía, seguramente sin valorar lo que tenía entre sus brazos. Él podía besarla, abrazarla, tocarla; la idea, tormentosa, se cruzó de pronto en su cabeza: probablemente, aquel odioso chico le haría el amor cuantas veces quisiera; era seguro, pensaba Julián con los ojos enrojecidos, que Helen abriese sus piernas perfectas para que él la penetrase con un pene grande y erecto; Helen sentiría el tremendo miembro dentro de sí, y sus manos se aferrarían a los glúteos del muchacho, mientras ella gemía con su voz melosa.

Su mente dejó de construir estas febriles conclusiones cuando al girar una esquina se encontró ante la puerta de un Pub de moda. La gente entraba y salía del local, atraídos como si fuesen polillas por las reflectantes luces, intermitentes, del rótulo de la entrada: <<Disco 9>>. Julián permaneció unos instantes allí, inmóvil, hipnotizado por los colores brillantes y cambiantes del letrero. Realmente, el atormentado muchacho presentaba un aspecto deplorable, y todo recordaba la imagen de un loco sin razón. Uno de los vigilantes de la entrada advirtió su presencia y agarrándole con violencia de un brazo, le arrastró por la acera para alejarle del Pub.

-Venga, chaval, lárgate de aquí. ¡Y si quieres entrar, la próxima vez no vengas drogado! -vociferó el fornido vigilante. Cierto era, de todos modos, que Julián parecía estar completamente ido. El último y brusco empujón le estampó contra el suelo; durante unos minutos quedó tendido en el suelo semi-inconsciente. La gente que pasaba caminando por la acera, cruzaba la calle para no encontrarse con aquel vagabundo, borracho, o drogado.

Al fin, Julián se despejó un poco y aún en el suelo, alzó la mirada. Sus pupilas se dilataron cuando descubrió, aparcado en la otra acera, el automóvil negro. Con el cuerpo dolorido por el golpe y los empujones, se levantó torpemente del suelo y se acercó hacia el coche. Sí, no cabía ninguna duda: era el mismo, el mismo vehículo en el que Helen se había subido aquella noche. <<¡Está aquí!>> pensó Julián. Entonces su corazón comenzó a latir fuertemente, al escuchar la voz de Helen a lo lejos, tras la esquina del Pub. El muchacho se apresuró a esconderse tras un contenedor de basura.

Su oído no le había engañado, ya que, efectivamente, aquella era la voz de la hermosa estudiante. A su lado, rodeándole la cintura con su brazo derecho, caminaba el otro joven. Se acercaron al vehículo, y Julián denotó algo que antes le había resultado imposible: Helen y su compañero no hablaban en español, ni mucho menos. Una luz se encendió en su mente, y Julián dirigió su mirada hacia la matrícula del coche negro: efectivamente, estaba matriculado en Suecia, el país natal de Helen, y más que probablemente el de su amante. Todo coincidía, incluso el aspecto del joven le indicaba que también era sueco. Su novio, era su novio probablemente mucho antes de venir ella a España. Quizás él trabajaba en la Embajada, o tenía negocios aquí. Sea como fuese, Julián se vio a sí mismo como a un pobre diablo, enamorado estúpidamente de un sueño inalcanzable.

Pero esta vez no iba a quedarse sin saber dónde irían ahora. Cuando el coche arrancó y comenzó a alejarse, Julián echó a correr tras él. Había muchísimos semáforos, y él conocía la ciudad como la palma de su mano. Sus piernas se movían incansables, motivado por una curiosidad malsana, y no dudó en tomar varios atajos para no perder la pista al autómovil.

Pronto adivinó dónde se dirigían. La ruta que habían tomado sólo podía tener un destino. Al fin, ahogado por el esfuerzo, Julián se detuvo, incapaz de seguirles. La carretera dejaba ya atrás los semáforos y el gentío, y penetraba en la montaña; aquella era la zona que muchas parejas elegían para amarse. No era difícil ver coches aparcados, al amparo de la oscuridad y la vegetación; las sombras que se dibujaban en el interior de los automóviles sugerían la imagen de sus ocupantes haciendo el amor.

Un extraño frenesí se apoderó de Julián cuando observó al vehículo alejarse carretera arriba, hacia la montaña. Caminó de vuelta a la ciudad y tomó el primer taxi que encontró. En breves minutos, el taxista conducía su vehículo por la entrelazada carretera de curvas. Mientras, Julián miraba excitado a un lado y otro del asfalto. Por fin, sus sospechas encontraron la ansiada respuesta: junto a unos pinos grandes y frondosos, a la derecha de la carretera estaba el coche negro detenido. Preso de una inexplicable euforia, Julián ordenó al taxista que se detuviese unos metros más adelante. Pagó y esperó al que el conductor se alejase de allí.

Procurando no ser visto, el muchacho descendió la pendiente caminando por el arcén de tierra. Se ocultó tras un árbol cuando tuvo a la vista el coche negro. Se agachó después, y acompañado por el incesante canto de los invisibles grillos se arrastró por el suelo sembrado de hierbas y matojos. Estaba increíblemente cerca, apenas unos metros le separaban de los dos amantes, pero ellos no podrían verle; una gran piedra se aliaba con una frondosa planta de menta, en el complot de ocultar la presencia de Julián a los dos jóvenes. Terriblemente incómodo, Julián permanecía tumbado bocabajo en el suelo, con los ojos abiertos como platos, clavados en la imagen del lujoso automóvil.

Trató de distinguirles a través de las ventanillas, pero era imposible ver nada debido a la oscuridad de aquella noche de verano. Minutos después, la puerta del conductor se abrió, bajándose el joven sueco. Muy sonriente, se apresuró hacia Helen cuando ésta también descendió del automóvil. Hablaban, y se reían sin cesar, pero Julián no fue capaz de entender una sola palabra. A decir verdad, era evidente que los dos estaban un poco bebidos, y en estado de euforia. Helen se tambaleaba y tenía que apoyar uno de sus brazos en el techo del coche para mantenerse en pie; y el otro muchacho no se encontraba mucho más sobrio que ella.

Entonces él dijo algo a Helen que Julián no comprendió, a pesar de que el joven repetía las mismas palabras, una y otra vez, en tono suplicante hacia ella. La chica asintió con la cabeza, y el otro corrió otra vez hacia el interior del vehículo. Tras unos instantes manipulando dentro de él, la música del radiocassete comenzó a sonar; el volumen, altísimo, invadió el ambiente, silencioso hasta entonces. Julián observó cómo los dos amantes se abrazaban allí, de pie, en aquel bosque oscuro, y comenzaban a bailar iluminados tan sólo por los faros del coche, que permanecían encendidos. La melodía, lenta y romántica, sonaba estridente en los oídos de Julián. Helen y su novio eran un solo cuerpo, y sus labios se unían con delicadeza, como si no quisiesen agotar la fuente de su amor sincero.

Mientras esto ocurría, nada podía hacer pensar a los dos enamorados, que a menos de tres metros, un compañero de clase de ella les espiaba tendido en el suelo, lleno de odio, desengaño e impotencia. La mirada de Julián era ahora indescriptiblemente aterradora; tenía los dientes apretados y el cabello revuelto; las manos, sucias de tierra, temblaban constantemente, mientras los puños se cerraban con violencia, en un intento fallido de aplacar su ira. La respiración se entrecortaba, al tiempo que su ritmo cardíaco se aceleraba cada vez más.

Helen acariciaba con ternura la nuca de su amante, cuando él besaba su cuello, impregnándose de su aroma embriagador. Hacía mucho calor, y la música se convirtió en partícipe de la romántica escena. Moviéndose muy lentamente, bailaban, sin cesar de besarse y acariciarse el uno al otro. Las manos del muchacho descendieron por la espalda de Helen, desnuda gracias a su vestido negro. En un momento, el chico recorría con sus manos el culo, perfectamente dibujado y definido. La tela suave del vestido se arrugaba sugerentemente cuando el muchacho apretaba sus dedos sobre los glúteos de Helen, y los manoseaba incesantemente. Ella sentía el tacto de aquellas manos y se excitaba cada vez más; la lengua de la muchacha parecía querer recorrer cada rincón de la boca de su amante, y bajaba inconscientemente por el cuello de él, lamiéndo sus orejas, casi desquiciadamente. Un bulto increíblemente grande se mostraba a través de la tela del pantalón. Mientras, la música seguía sonando.

Presos de la pasión, no podían parar de amarse, de tocarse. El muchacho escuchaba los cada vez más audibles gemidos de Helen y no podía cesar de tocar aquel cuerpo menudo y atractivo. Helen se detuvo un instante y miró furtivamente a su alrededor. Fue sólo un momento: la joven sueca hizo esto casi instintivamente. No quería que nadie les viera. Entonces, dirigió una pícara mirada a su amante; aquellos ojos verdes brillaron de pasión, y acto seguido se bajó las hombreras del vestido de noche.

Los pechos aparecieron desnudos y libres, más bellos incluso que aquel día en la Facultad. Pero el otro muchacho no tenía que observarlos furtivamente aprovechando un hueco en la camiseta. No, el joven sueco tenía vía libre, gozaba del derecho de mirarlos, y de mucho más. En un momento sus manos se esforzaban inútilmente por abarcarlos, por tenerlos entre los dedos; pero eran demasiado grandes. Después hundió su cabeza entre los senos, y comenzó a lamerlos, abriendo los labios cuanto podía para sentirlos en su boca. Los pezones se habían enrojecido ligeramente, y a Helen se le escapaba, a veces, un intenso gemido cuando sentía la lengua tibia de su amante sobre ellos.

El joven sueco condujo a Helen hacia el capó del coche negro. Las luces de posición seguían encendidas, y dibujaron extrañas y desconcertantes sombras cuando comenzaron a amarse ante ellas. Con el vestido bajado, mostrando los senos desnudos, Helen sintió cómo su amante la colocaba suavemente sobre la chapa aún algo caliente del capó. La espalda de ella sintió el calor subir por su cuerpo hasta la nuca. Invadida por una gran excitación, Helen se arremangó el vestido, descubriendo completamente las piernas y unas sugerentes bragas negras. Su amante se separó un segundo de ella, y desabrochó torpemente su pantalón, que cayó sobre los tobillos. Casi al mismo tiempo deslizó su calzoncillo hacia abajo. Un pene completamente erecto y excitado apareció ante los ojos de la joven rubia. Helen comenzó, casi sin darse cuenta, a magrearse los pechos.

El muchacho se acercó con dificultad hacia ella; la ropa sobre los tobillos le impedía caminar con normalidad. Helen seguía tendida sobre el capó del coche, y él se colocó sobre ella, con el miembro a punto de estallar. Y volvieron a besarse en la boca, otra vez. Entonces, Helen obligó a su amante a frotar su sexo erecto en una de sus hermosas piernas. Él lo hizo, algo confuso, y comenzó a mover su pelvis sobre una de ellas. El pene enrojecido, y los testículos cubiertos de vello se restregaban sobre el muslo de Helen, una y otra vez. Y aquello era sólo el principio. Helen estaba muy acelerada, más incluso que él. Y comenzó a gemir cada vez más, mientras ella misma se frotaba los labios vaginales con los dedos. Entonces, la joven sueca susurró algo al oído del muchacho. Él se retiró entonces. Después, Helen se incorporó también, y se apresuró a tumbarse sobre el capó, pero esta vez bocabajo. Los pechos desnudos se apoyaron contra la chapa caliente, y sus pezones se endurecieron aún más al sentir la temperatura del metal. Y entonces la hermosa chica rubia repitió una y otra vez las mismas palabras; el tono denotaba una grandísima excitación. Al oírla, su amante, se acercó de nuevo y con sus dedos deslizó hacia abajo las bragas de Helen hasta las pantorrillas. Después se agachó y consiguió quitárselas por completo.

El joven sueco sacó un pequeño envoltorio de plástico plateado de uno de los bolsillos del pantalón que se arrastraba por el suelo. Lo abrió tan rápidamente como su estado de excitación le permitió y extrajo un preservativo de él. Con cuidado se lo colocó en el pene, que se mantenía duro y erguido, y avanzó hacia Helen. Ella no le miraba, simplemente aguardaba, tumbada sobre el automóvil; esperaba sentir el miembro excitado de su amante penetrar en su vagina, una y otra vez. Él se recostó sobre ella, apoyando sus brazos en el capó. Entonces sin dejar de acariciarle la espalda con su lengua, se ayudó con su mano derecha y colocó la punta del glande sobre los labios vaginales. Así permaneció unos instantes, tratando de saborear el momento. Entonces, cuando Helen se disponía a decir algo, su amante apretó fuertemente los glúteos, y el tremendo miembro entró en su vágina húmeda y tibia. El pene cubierto por el preservativo produjo un extraño sonido, como un crujido húmedo, al penetrar en el cuerpo ardiente de Helen. Ésta se encogió ligeramente, al sentir el miembro avanzar por su conducto vaginal. Al fin, los testículos se toparon con el cuerpo de la joven sueca, y los dos amantes se quedaron quietos, con la respiración entrecortada y los músculos en tensión.

Entonces, lentamente, el muchacho fue sacando su pene de la vagina de Helen, hasta que salió completamente. Otra firme presión, y de nuevo la estuvo penetrando, pero ahora con más fuerza y vigor. Bocabajo sobre el capó, Helen abría sus piernas mientras sentía sobre su espalda a su amante, entrando una y otra vez dentro de su cuerpo. El muchacho apretaba sus músculos y la penetración era cada vez más profunda, más rítmica. Él no podía dejar de empujar sin descanso, mientras la joven Helen estiraba sus brazos sobre el vehículo, sintiendo sobre ella a su amante sudoroso y excitado que la tomaba incesantemente, como si fuesen dos animales copulando.

El pene se tornaba a cada instante más grueso y enrojecido; el preservativo parecía no caber en semejante miembro, y Helen lo sentía en cada milímetro de su vagina, restregándose, adelante y atrás.

Entonces, el joven salió completamente de la vagina de Helen, y escupió en su mano derecha. Después extendió la saliva sobre el miembro plastificado; el líquido tibio se escurrió por sus testículos. Con las manos, separó los glúteos de Helen; ésta le miraba girando su cabeza cuanto podía. Muy despacio, el muchacho introdujo su verga en el ano de la joven rubia. Un intenso gemido se escapó de los labios húmedos de Helen; los pezones se contrajeron, endureciéndose increíblemente, cuando sintió aquella profunda penetración.

Entonces, su amante la tomó por detrás, muy lentamente, pero sin titubear. El miembro sentía el estrecho y apretado orificio oprimiéndole, mientras se movía lubricado adelante y atrás, una y otra vez.

La amortiguación del vehículo lo balanceaba ante las cada vez más enérgicas embestidas de él. Helen, tenía la vista perdida y apenas podía articular palabra; su amante apretaba los músculos cuanto podía para follarla sin cesar, para entrar dentro del culo de aquella joven estudiante sin contemplaciones. En esos momentos ninguno de los dos era capaz de razonar, únicamente podían seguir así, sobre el capó del coche, hasta que llegase el momento final.

Una intensa sensación ascendió por sus testículos mientras la verga se endurecía como una barra de hierro dentro del ano de Helen. Bruscamente, el muchacho se retiró de ella y se arrancó el preservativo con la mano. La chica había girado su cabeza, y aún bocabajo y observó jadeante y sudorosa cómo él le sujetaba torpemente la cabeza, indicándola que se incorporase. Después el joven se sentó sobre la parte frontal del vehículo, mientras Helen se arrodillaba en el suelo de tierra. La muchacha abrió los labios y sintió el glande casi ardiente en su boca. Apenas fue un momento, ya que apenas había comenzado a lamer y a recorrer el miembro con la lengua y los labios cuando un líquido espeso y tibio se estrelló contra su hermosa cara, escurriéndose por sus mejillas y la comisura de los labios. Las siguientes emulsiones de semen blanquecino cayeron sobre el cabello, la nariz y un párpado que se cerró instintivamente.

Segundos después, los dos amantes permanecían inmóviles, agotados y exhaustos, tal y como quedaron tras el orgasmo: él, tendido boca arriba sobre el capó del coche, con el miembro goteante aún, pero falto de toda firmeza; Helen de rodillas contra el suelo, con el vestido manchado de tierra, y el líquido seminal escurriéndose por su cuello y sus pechos desnudos. Aún le parecía sentir cada una de las enérgicas embestidas de su amante dentro de su estrecho orificio.

Tras unos pocos minutos, Helen se levantó lentamente del suelo y colocó correctamente su arrugado vestido. El rostro se mostraba como adormilado, mezcla de cansancio y bienestar al mismo tiempo. Aquellos preciosos ojos verdes buscaron algo a su alrededor. Al fin, junto a una de las ruedas delanteras del coche, Helen encontró las bragas de color negro. Las recogió pero no quiso ponérselas pues se habían manchado de tierra. Después abrió la puerta del automóvil y entró en él. Al sentarse, la lujosa piel marrón del asiento acarició su sexo desnudo; Helen sintió un levísimo escalofrío cuando se acomodó y notó su cuerpo sin ropa interior bajo el manchado vestido. Instintivamente se llevó la mano derecha al pubis, e introdujo su dedo anular en la vagina, tras abrir ligeramente sus piernas; aún la sentía húmeda y excitada. Otra parte de su hermoso cuerpo estaba levemente dolorida; al tocarse el ano con los dedos, unas gotas de sangre se escurrieron entre ellos, manchando la tapicería del ostentoso automóvil.

Helen se limpió con un pañuelo de papel, y sonrió al recordar lo pasado. Pocos metros más allá, el cadáver escondido de Julián yacía inerte tras una frondosa planta de menta y una piedra. Una aguda punzada le había estrujado el corazón, hasta que, al fin, sus latidos cesaron para siempre.

Y la música seguía sonando, invadiendo el ambiente, otra vez silencioso.

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