Recuerdos eróticos (Ic: El Bachillerato, La Diva).


Dos veces por semana venía a casa Angelita, una antigua compañera de escuela de mi madre, para lavar la ropa. En esa época no había máquinas lavadoras, por lo menos en mi casa, así que se fregaba en una tina baja que teníamos junto a la puerta de la coci-na. Un día de verano, yendo yo a la cocina vi a esta mujer agachada en su fregadero de manera que su delantal veraniego se le había subido hasta casi mostrar el culo. Me metí en la cocina y luego, deslizándome en cuatro patas hacia fuera, coloqué mi cabeza justo por debajo de su delantal comprobando que no llevaba bragas. Fue un espectáculo verdaderamente fascinante. Mi polla se me hinchó como para reventar. Además de un buen culo se veía una raja peluda y rosada que invitaba a meter algo dentro mientras se movía al ritmo de la tabla de lavar. Ganas me entraron de asaltarla ya mismo y dársela por lo menos por el culo. La violencia en el sexo nunca me fue, ni me va, así que desistí de mi idea súbita y reculando a cuatro patas sigilosamente me volví a meter en la cocina. Al levantarme vi a mi madre que me observaba desde la ventana de nuestra habitación. Se retiró sin decir nada. Eso no evitó que yo fuera corriendo al baño a masturbarme una y otra vez. Esa visión está aún en mi mente, me sigue excitando y no se borrará nunca.

Mi padre no dormía en casa sino con su familia. El era un visitante diario que venía un par de horas y algún fin de semana y cuando fuera imprescindible, pero que como podía se preocupaba por nosotros. La casa tenía dos habitaciones. La una era comedor, reci-bidor y sala de pruebas de costura, mientras que la otra era un gran dormitorio con una cama matrimonial para mis padres (muy poco ocupada en dúo) y una cama de una plaza para mí. Entre ambas habitaciones estaba la famosa puerta con la mirilla de mi padre. Mi madre se sometía siempre a la voluntad de mi padre, quién a la distancia pero patriarcalmente gobernaba la casa.

Por esa época mi madre tendría unos 45 años. Mucho quedaba aún de la belleza de su juventud y aunque los años habían pasado mantenía, a fuerza de dietas y cuidados, una buena figura. Sus rasgos faciales eran finos y agradables. De piel blanca, cabellos negros con ondulación natural, grandes ojos castaños, nariz fina y pequeña, labios medianos en boca delicada. Me pareció siempre una fina porcelana y eran muchos los pretendientes que rondaban. Mi padre me inculcó que era yo quién en su ausencia debía mantener el orden de las cosas. Yo tenía pues un padre con un mando a distancia en la mano y una madre sometida a él, a quién siempre echaba en cara ser un mujeriego. Ella me daba mucho amor y dedicación mientras pudiera. Sin su trabajo y su esfuerzo no hubiera sido posible mi educación. Que en paz descanse.

Esa noche durante la cena vino el tema de Angelita, la lavandera. Mi madre me reprochó mi tendencia de mirón y de espiar a las mujeres como hacía mi padre. Yo estaba ruborizado y no tenía argumentos para oponer. Ya fuera por la rabia de haber sido descu-bierto, fuera por la preocupación que mostraba mi madre, fuera por la vergüenza que me ocasionaba el tema, la verdad es que me salieron lágrimas. Esto calmó un poco a mi madre quién trató de indagar los motivos que me habían impulsado a ese «acto vil». Yo tenía con mi madre una cierta amistad de manera que no encontré reparos en contar en grandes y breves rasgos, sin muchos deta-lles y nada de Elfriede, mi experiencia sexual vivida y por sobre todo la faltante. No sabía que hacer cuando una chica se ponía ca-chonda conmigo. Las lágrimas no paraban de correr y así nos fuimos a la cama. Mi madre pasaba siempre a la habitación contigua para ponerse el camisón de dormir. Y yo me acostaba con calzoncillos que luego me quitaba en la cama porque me molestaban. Esa costumbre la tengo todavía hoy. Duermo desnudo.

Así sucedió esa noche y al volver mi madre, al apagar la luz me pidió que me acostara con ella hasta que dejara de lloriquear como un niño. Ella me hizo sitio en su cama y me escurrí dentro de ella. La abrasé fuerte y nos besamos en las mejillas y hasta me dio un beso en la boca. Ella se dio vuelta en la cama, dándome la espalda y las buenas noches y yo pasándole un brazo por debajo del cuello, me abracé a ella. La proximidad era tal que mi vientre se apoyaba sobre su trasero. Muy pronto sentí que comenzaba una erección e intenté hacerme el dormido. También debió haberlo sentido mi madre pues se dio vuelta, alejándose algo de mí, aunque muy pronto sentí su mano sobre mi pene. Comenzando a darme masajes me dijo:

¿Tú no estás dormido, verdad?

Me acaloró el sentirme nuevamente descubierto y tuve que responderle que no dormía. Ella continuaba con sus masajes suaves y tiernos. Se acercó a mí y me dio un beso en la boca, y después otro.

- Niño tonto, tú eres guapo, atraes a las chicas y pronto podrás tenerlas a tu gusto.

Yo excitado como estaba con los masajes no contesté, pero volví a besarla al tiempo que me atreví a pasarle la mano sobre su pe-cho y ella continuaba sus masajes, ahora con una mano en el pene y la otra en los testículos. Encendió la luz de la mesilla de no-che, se sentó en la cama y se quitó el camisón. Por primera vez pude ver lo que yo suponía y no me atrevía a pensar. Mi madre era una hembra hermosísima aún con sus cuarenta y cinco años. Senos aún bien altos y firmes, pezones grandes, caderas fuertes. La polla se me hinchó hasta el infinito. Ya no veía a mi madre. Tenía en la cama una hembra magnífica y digna de poseer como fuera. Esa mujer tenía que ser mía. Sin apagar la luz se acostó nuevamente y comenzó a besarme. Yo le chupaba sus pezones con mayor fervor del que seguramente puse 15 años antes. Seguí besándole los senos y cuando intenté seguir besando hacia abajo en dirección a su intimidad me detuvo poco antes de llegar a la meta. Acariciándome me atrajo hacia ella. Abrió sus piernas y me invitó sin palabras a que tomara posi-ción. Tomó mi pene con la mano y lo colocó delante de la entrada diciéndome:

- Ahora empuja.

Así penetré a mi madre. Fue el primer coño de mi vida pero el inolvidable. Cuando intenté iniciar los movimientos del caso me apretó la cintura diciendo

- ¿Por qué tanta prisa?, despacio, aguarda, déjala dentro y bésame. Ya comenzaremos a movernos como se debe.

Así permanecimos por algunos minutos. Yo con mi polla hinchada dentro de la vagina de mi madre, ardiendo por follármela. Ella mirándome, acariciándome, besándome. Nos dimos un beso que hoy aún siento en mi boca y mientras nos besábamos comenzó a mover sus caderas y yo también, conteniéndome y casi con miedo de hacerlo mal. De pronto me miró de una forma extraña, cerró los ojos y lanzó un chillido. Se había corrido y yo aún no. Me volvió a apretar con una mano la cintura, mientras que con la otra me apretaba el culo empujándome hacia dentro de ella al tiempo que decía:

- Empuja todo lo que puedas y vuelve a quedarte quieto.

Tenía todo el trozo de carne dentro. Ella cruzó sus piernas sobre mis espaldas a la altura de mis caderas apretándome con las pier-nas hacia ella. La penetración era total creo que hasta habían entrado mis testículos. Yo sentía ya los jugos de mi madre sobre mi pierna pero lo que más me excitaba era la temperatura enorme de su interior. Parecía que estuviera asando mi polla. Pero la sen-sación era inolvidablemente buena. No solo tenía el primer coño de mi vida sino que además me estaba echando el polvo del siglo. Pronto comenzaron los movimientos de su cadera y los míos. Era una sensación de placer y goce. Algo sublime, inolvidable, mag-nífico. Nos besábamos y nos movíamos. Todo duraba ya casi una media hora y yo sentía que no aguantaría más y gritamos, si gri-tamos ella y yo, los dos juntos. Descargué todo lo que había acumulado en los últimos tiempos dentro de mi madre. La leche no paraba de correr y nosotros no parábamos de besarnos.

Permanecimos así unos minutos. Mi polla permanecía dentro de ella como si nada hubiera pasado, dispuesta para la segunda vuelta. Ella radiaba una sonrisa de felicidad y amor. Creo que en ese momento me enamoré de ella y sin quitar el pene de donde estaba cobijado comencé a chupar sus magníficos senos que ya no eran los de mi madre, no, eran los de mi amante.

Se desprendió de mí. Recogió su camisón que estaba en el suelo y me secó. Con un movimiento rápido de cintura tomó mi pene entre sus labios. Sentí que su boca estaba tan caliente como el interior que acababa de abandonar en contra de mi voluntad. Pero lo que se avecindaba pintaba ser por lo menos tan bueno como lo anterior. Yo pensaba en ese momento en Elfriede y en aquella magnífica mamada, pero lo que hacía mi madre ahora era otra cosa, otra técnica, otra sensación. No sé si mejor o peor que lo de la Elfriede pero con una sensación magnífica de placer. Los movimientos eran rítmicamente lentos, acompasados, metiendo la boca abierta al máximo posible y sacándola apretada al pene como si quisiera descascararlo. Una vez arriba la lengua pasaba por todos lados, abría el pico con la mano y le metía la puntita de la lengua adentro, y otra vez para abajo. Yo me deje caer, abrí las piernas todo lo que pude y cerré los ojos dejándola hacer. La sensación me llevaba al paraíso, me hacia volar, soñar, me entraban ganas de gritar hasta que reventé. El semen salía dentro de la boca de mi madre sin parar, ella retiró sus labios dejando sólo la punta del pe-ne apretada y se dejo llenar toda la cavidad bucal con la leche que me salía sin parar. Se tragó toda la carga y después de besarme el pene y los testículos por todos lados se echó al lado mío.

Se levantó yendo por un vaso de agua. En ese momento pude apreciar todo el esplendor de ese cuerpo maduro. Cintura pequeña, culo repingado, piernas fuertes sin un gramo de grasa, nada de barriga o muy poca que se disimulaba muy bien con sus buenos y fornidos senos. Deseaba más y más de mi madre. Era una mujer para disfrutar, para no parar nunca de disfrutarla. Cuando volvió trayéndome un vaso de agua comprendió mi mirada devoradora. - - No olvides que soy tu madre. Lo que hacemos es prohibido y no lo haremos más. Hoy seré tuya todo el tiempo que quieras y como tu quieras. Mañana volveré a ser tu madre para siempre.

Bebimos el agua y nos besamos yo comencé a chupar sus pezones, a besar sus senos, su vientre, su ombligo y llegué con mi len-gua a ese magnífico coño que me diera la luz. Chupé y lamí arrancándole gritos de placer. Ella me acariciaba los cabellos y apreta-ba mi cabeza entre sus piernas. Mi lengua no paraba de moverse. Se corrió dos veces. Y nos volvimos a besar apasionadamente. Sus manos no paraban de acariciar mis partes sexuales. Su boca no paraba de dar calor a mi boca. Su lengua no paraba de lamer mi lengua. En un descanso me dijo: - - Nunca he permitido que nadie me posea por detrás. Ni siquiera tu padre lo consiguió a pesar de todas sus embesti-das. Hoy te regalo mi trasero. El de Unices es joven, el mío es virgen. Es tuyo, tómalo.

Se dio vueltas y se puso de rodillas sobre la cama. Sólo el pensamiento de hacerme dueño de ese magnífico trasero me excitó enormemente. Mi polla estaba nuevamente en posición de combate. Muy hábilmente abrió las piernas, bajó su torso y levantó su trasero. Yo tomé posición por detrás mientras que ella se escupió la mano y me lubricó la polla. Volvió a hacer lo mismo con su ano. Y la fui penetrando lentamente, lentamente vi desaparecer mi polla dentro de ese hermoso culo. Ella gemía no sé sí por dolor o por placer pero yo continuaba penetrando. Pronto estaba todo adentro y me quedé quieto tomándola firmemente por la cintura. Ella soltó sus brazos sobre la cama y apoyó su cara en el colchón pero sin mover la posición del culo, ofreciéndome así un ángulo de acción que me permitió penetrarla hasta el último milímetro posible.

Si su vagina era de oro, su culo era una joya impagable. Me apretaba "como anillo al dedo". Sentía su ano cobijar mi polla, mucho mejor que su boca lo había hecho anteriormente. Me ceñía sin apretar. Comenzó a hacer unos movimientos de nalgas y de múscu-los del trasero que tiraban de la polla hacia adentro, como para tragarme entero y después la volvía a soltar.

Era una sensación hermosa y la dejé hacer. Me elevé en cuclillas, sin quitar mi pene de donde estaba y la monté instintivamente al estilo clásico. Conseguí llegar con mis dedos a su raja y la masturbé. No paraba de correrse. Gemía pero ahora de placer. Movía la cabeza hacia todos lados. Sus movimientos musculares aumentaron de frecuencia al tiempo que comenzaba a mover rítmicamente la cadera como haciendo ochos en el aire.

Que polvo, magnífico, inmemorable. Me volví a vaciar dentro de ella. Creo que fueron litros de leche los que salieron de mi interior. Estiró las piernas abriéndolas y se dejó caer en la cama boca abajo. Yo permanecí sobre ella clavado como estaba, sin sacar la po-lla que se sentía succionada y se negaba a salir. Pasé las manos por debajo de su pecho hasta tener ambos senos llenando el hue-co de mis manos. Ella apretó sus nalgas dándome una presión agradable sobre mi miembro. Le besé la nuca, el cuello, la espalda. Eran ya las cuatro de la mañana cuando nos dormimos abrazados, más que abrazados, incrustados uno en el otro.

Yo tuve tres matrimonios y algunas decenas de amantes pero nunca más tuve una noche como la que me regaló mi madre. Ella me hizo hombre. Nunca más se repitió. Quizás por su carácter de único quedó imborrable en mi memoria. Sé que estás en el cielo. Te agradezco como madre, como amante, como amiga. Que en paz descanses.

Durante los días siguientes y todos los del resto de nuestra vida común, mi madre se comportó rutinariamente como si esa noche nunca hubiera existido. Yo seguía muy excitado con ella y hubiese dado años de mi vida por pasar otra noche igual o por lo menos tenerla desnuda en mis brazos. Pero nada pasó ni yo me atreví a hablar de eso. Esa experiencia ocupó mi mente mucho tiempo. ¿Por qué?. Tenía muy claro que ella había gozado pero más claro tenía que ya no habían secretos sexuales para mí.

Tenía mucho que aprender aún, pero las bases fundamentales estaban ya donde debían estar. Llegué a la conclusión que princi-palmente lo hizo por mí. Me quiso introducir en los secretos elementales de la fornicación básica, pero no contó con la posibilidad, y hasta la sorprendió el echo de que ella también gozara de la manera que lo hizo. Nos entregamos totalmente el uno al otro y el re-cuerdo de esa noche fue nuestra recompensa y nuestro consuelo. No sólo conservo el recuerdo de mi madre como una buena ma-dre sino también como una hembra fantástica como pocas he tenido en mi vida. No quiero oír nada de esas conclusiones psicológi-cas con respecto a complejos maternos o chismes parecidos. No, nada de complejos, el cuerpo de mi madre hubiera hecho feliz al mejor psicólogo del mundo y yo tuve la suerte de poseerlo.

No obstante, esa experiencia y la de Elfriede despertaron mi interés no sólo por las chicas jóvenes sino también por las mujeres mayores. Jóvenes, por lo general, para poseerlas, mayores, con sentido de estética, para disfrutarlas.

Mi padre también puso su granito de arena en mi «formación» sexual. Solían venir a casa unas chicas que ayudaban a mi madre. Eran tres hermanas la mayor de las cuales, Xantina, de 19 años cosía para mi madre, la segunda Rosita de unos 17 años plancha-ba y la menor Cristina de unos 14 años hacía diversos quehaceres. Xantina y Cristina se parecían a su madre de corte anglicano, delgadas, rubias, estiradas, pero Rosita hasta tenía la cara de su padre, un inmigrante griego. Tez blanca, cabello oscuro, bonita de cara, de cuerpo relleno y bien formado, estatura mediana. Se ganaban un dinero con el que ayudaban a la familia.

En mi casa teníamos una higuera inmensa que daba una buena fruta, ubicada en un rincón del jardín interior muy cerca de donde teníamos una mesa donde nos sentábamos al fresco. Era la época de los higos y un domingo, estando mi madre fuera de casa, vino Rosita a por higos. No habíamos recogido de manera que mi padre dijo a Rosita que debería recogerlos. Bien, allí estábamos los tres debajo de la higuera y había que ayudar a Rosita a subir al árbol pues mi padre dijo que yo no subiría. Fue mi padre el en-cargado de prestar ayuda. Tomó a Rosita de la cintura y la ayudó a poner sus pies sobre la primer rama de la higuera. Acto seguido le paso la mano por detrás, por debajo de la falda y colocándola entre sus piernas, en el vértice superior la ayudó a subir. El pano-rama era magnífico. Rosita llevaba unas bragas holgadas y claras, viejas y rotas que dejaban ver parte de su culo y de su pelusa como coronación a la vista de sus piernas bien formadas. Mi polla se hinchó y pude observar el bulto de mi padre. Terminada la faena Rosita quería bajar y nuevamente mi padre se prestó a ayudarla. Primeramente le tomó el cubo con los higos que me alcanzó a mi y acto seguido volvió a meter su mano debajo de su falda, pero esta vez por delante y así la sostenía hasta que Rosita bajó. Una vez abajo no la soltaba y Rosita tampoco se resistía. No pudieron evitar que la falda se levantara pudiendo reconocer que mi padre había hundido su mano por debajo de las bragas y estaba manipulando a su gusto. A Rosita parecía gustarle el asunto. De pronto mi padre la levantó en vilo por la cintura. La llevó a la mesa y la sentó en el borde obligándola a acostarse. Le levantó la fal-da, le quitó las bragas, sacó su polla, colocó las piernas de Rosita sobre sus hombros y se la metió en el coño hasta las pelotas. Yo por mi parte, muy excitado, trabajaba por la otra punta, besándole la boca y sacándole las tetas para chuparlas. De pronto mi padre lanzó un gruñido y llenó el piso de semen. Jadeante me dijo que ahora me tocaba a mí, pero teniendo cuidado de no acabar dentro para no preñarla. Era un coño caliente que me lo trabajé muy lentamente y mucho más lentamente cuando me di cuenta que ella también trabajaba, se movía y gemía de placer. Su falda había quedado arrollada en su cintura. Su blusa totalmente abierta y los sostenedores caídos ponían a Rosita completamente desnuda a nuestra disposición. Mi polla se fue hinchando dentro de ella y sentí que llegaba el momento, di un grito y me tiré hacia atrás. El primer chorro le llegó a la cara y al cuello y el resto fue a parar sobre su vientre. La orgía hubiese continuado pero mi madre debía volver de un momento a otro así que nos limpiamos, nos vesti-mos y terminamos. Rosita se fue a casa agradeciendo mucho los higos y nosotros invitándola a volver por más cuando quisiera.

La historia de los higos se repitió varias veces pero yo desistí de la cooperación padre-hijo por temor a ser sorprendido por mi ma-dre (y porque no) por el recuerdo agradable que tenía de ella.

Pero un día mi madre anunció que el fin de semana lo pasaría con su hermana Sara. Nos dejó comida preparada y se marchó el sábado a media mañana para volver el domingo por la tarde. Entrada la tarde vino Rosita con su hermana Cristina por higos (me enteré después que lo había arreglado mi padre). Como ya conocíamos el procedimiento para bajar higos, dejamos a mi padre ayu-dar a Rosita mientras Cristina y yo nos retiramos un poco apreciando no obstante, que Rosita no llevaba bragas. Cristina me miró con una sonrisa de complicidad pero no nos entrometimos en los sucesos. Rosita bajó. Esta vez mi padre sacó la polla y levantando a Rosita por debajo de las piernas se la clavó de parado. Yo tomé a Cristina de la mano y me la llevé a la cocina. La desnudé pues sólo llevaba bata y bragas. Me desnudé. Me apoyé contra la mesa de la cocina y presionando sobre sus hombros obligué a Cristina a arrodillarse. Le metí el pene en la boca y cogiéndole los cabellos rubios de su nuca comencé a llevarla en ritmo. Me vacié dentro de su boca pero ella escupió asustada. - - Tienes que aprender muchas cosas aún, le dije, - - Pues espero que me las enseñes, me contestó.

La tendí sobre la mesa de la cocina al tiempo que la besaba. Ella respondía a mis besos. Cuando se dio cuenta de que la iba a pe-netrar se negó alegando que aún era virgen y tenía miedo a quedar embarazada. Como respuesta le di el ejemplo de su hermana que venía follando con nosotros desde hace tiempo y no le pasaba nada. Todos los virgos caen por curiosos y este también cayó. En la conversación puse la punta del pene en su puerta de entrada y durante el beso que le di le metí la punta. Me miró con sus ojos abiertos y al sentir que no ocurría nada me sonrió como dando vía libre. En ese momento la tomé por debajo de sus piernas y en el próximo empujón la desvirgué. Gimió y se asustó de ver sangre, pero la penetré totalmente. La follé y sus gemidos eran ahora de placer. Mi vaciada la paré con la mano y la dejé deslizar sobre su vientre.

Sentimos que alguien detrás de nosotros aplaudía. Mi padre aún con la bragueta abierta dijo que ahora era de él. Rosita se comía a su hermana a besos. Mi padre se puso en posición entre las piernas de Cristina y comenzó su lenta penetración. Ubiqué a Rosita arrodillada debajo de la mesa. Le metí la polla, con los restos de la virginidad de su hermana, en la boca y le pedí que mamara.

Mientras gozaba de los labios de Rosita comencé a chuparle los pezones a Cristina. Sus tetas estaban en formación pero sus pe-zones estaban bien parados. De pronto me entró un calor, mejor dicho una calentura en la polla. Saqué a Rosita de su escondite, la coloque al otro borde de la mesa, con la boca abajo, le hice abrir las piernas y le enterré todo lo que cargo en el culo. Era un culo para obtener medalla de oro así que decidí disfrutarlo todo lo que podía. La situación era tal, que estábamos yo y mi padre uno en cada extremo de la mesa follando lo que teníamos en el anzuelo, mientras que las chicas estaban cara a cara. Comenzaron a be-sarse y a gemir de gozo. Rosita empezó a acariciar los pezones de su hermana con una destreza que denotaba práctica, sin parar de besarla. Mi padre me guiño el ojo y ordenó carga a degüello. La corrida de mi padre me salpicó hasta mí, mientras que mi polla no terminaba de vaciarse dentro del culo de Rosita.

Le hicimos a Rosita la insinuación de que volvieran a la noche con Xantina, la hermana mayor, pero Rosita nos explicó que si bien Xantina estaba enterada de nuestras cosas no quería tener disgustos con mi madre y no le pareció buena idea de invitarla ni siquie-ra el insinuarlo. Se fueron a su casa no sin antes agradecer infinitamente los higos [email protected]